sábado, 24 de enero de 2009

La sonrisa del pueblo NICA.


La sonrisa y la cordialidad del pueblo de Nicaragua es la mejor arma de futuro y el signo más claro de que esté país no tardará en superar la brecha de la desigualdad y el hambre.

Corretean con los pies sucios por senderos de barro entre los robustos árboles retorcidos, sus chillidos hacen ecos mudos en la laboriosa tarea del buscar algo para llevarse a la boca, un poco de gallo pinto será suficiente para saciar su hambre. Mientras en la casa del papá afortunado, una niña y un cerdo bicolor comparten los rincones de una habitación de barro con dos gallinas y una vaca. Allí no hay cocina empotrada, ni lavaplatos silenciosos, ni cacerolas relucientes con ribetes plateados, allí apenas unos pucheros sobre una repisa de madera al lado de un cartel de Sandino y una virgen desgastada, hacen un nido de ricos de saber acumulado, de sabia paciencia silenciosa ante el paso despiadado de 16 años de olvido, abusos y robos.

“Ahora somos libres de pensar, salir o entrar”, narraba a media luz un campesino que durante demasiado tiempo, había tenido que alternar el arado con la uzi, y no dormir en las montañas mientras su esposa guardaba con un celoso silencio apegado al adobe, la causa de sus anhelos.

Restos de una pelea de hermanos en un cuadrilátero apestado de intereses de egoístas con dinero, que pasean en un cuatro x cuatro, por tierras llenas de callos y sudor campesino. Sus formas y capitales sólo son la pobreza en este país de los humanos de las manos abiertas, de la mirada tierna y de la palabra fácil, con quienes si te dejas llevar por los ritmos de la conversación engalanada, viajas más allá de la razón para la encontrar las esencias de la vida, frente a la sociedad del vértigo, el consumo y la indiferencia.


No necesitas pararte para que todo te toque, no necesitas siguiera pasar al lado, la aureola multicolor que impregna cada rincón de esta tierra, te abraza allí donde estés, llevándote en volandas hasta la sonrisa fresca del nicaragüense. Esa es su mejor arma y estoy seguro que será la que les permitirá muy pronto cabalgar por el camino que lleva a la equidad, ese que les regalará un desayuno, una merienda y una cena... ¿Se puede pedir algo más digno?...

Un soplo de brisa fresca bañada de sol radiante, mece la hamaca de las experiencias vividas en el húmedo camino de la gran montaña de las sombras sospechosas y los silbidos de alerta. En cada rincón donde tu mirada se posa, mil mundos laboriosos hacen de lo cotidiano un arte admirable y sorprendente, la vida se oculta ante nuestros pasos, pero bulle excitada con la caída del sol, cuando la noche les ofrece en infinito negro por donde cabalgan los sueños. En el medio del sendero, un pequeño rellano rodeado de grandes hojas, nos da la bienvenida con la mirada pausada de un campesino arrugado, de tez oscura y que empuña un machete lleno de muecas para engalanar conversaciones al regazo de una hoguera. Pasen y vean, como si el telón de un circo ambulante se abriera para las miradas ansiosas de unos chiquillos de zapatos limpios y peinados a la moda, mientras los flases ensucian de ruidoso capitalismo cada doblez del arrinconado camastro de madera, bajo la mirada pensativa de una mujer con el pelo recogido y dos niñas de ojos negros, apoyadas en la puerta que da la única habitación de al lado. Ellas no van al colegio porque queda lejos, quizás con un poco de suerte un altruista maestro empuñando un lápiz, un cuaderno y un libro del “Yo, si puedo”, llegue una mañana hasta allí, llevando en su regazo un puñadito de garabatos escritos para canjear por el saber de la tierra, de los pájaros, del café salvaje y del esfuerzo. Durante 63 días, los monos congo escucharán los susurros de las conversaciones del encuentro, del nutrido intercambio con el que se alfabetiza alfabetizando.

Cual avenida de las urbes de cemento y hormigón, un serpenteante sendero que destaca entre el intenso verde hierba de la cima, aislado del mundanal ruido de los motores y los claxon, se convierte cada día en un punto de encuentro de gentes de todas las edades. Descalzos, aunque muy aseados y sonrientes, transportan de un lado a otro los haberes de un largo día de trabajo. Un día más pasa en Nicaragua, engalanado por el acelerado paso del sol que se esconde a lo lejos, en los cafetales del Crucero y en las salvajes playas de Poneloya, puede que muchos a los que les debemos tanta belleza, no hayan cenado hoy, pero estoy seguro que seguirán soñando entre palabras compartidas con el compañero de siempre, luchando en la “Guerra de la pobreza”.

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